La manipulaciónpsicológica y lingüística son, para los que están en el poder, herramientas probadas para construir, consolidar y mantener la dominación, una realidad agudamente descrita en la novela de George Orwell, “1984”, que nunca pasa de moda.

Tal y como lo expresó el maestro propagandista Edward Bernays, un contemporáneo aproximado de Orwell, la mente del pueblo “es confeccionada para él por los líderes del grupo en el que cree y por aquellas personas que entienden la manipulación de la opinión pública”.

Los recientes acontecimientos en torno a las vacunas COVID han demostrado que la medicina y la salud pública -con la ayuda de unos medios de comunicación cómplices- son especialmente hábiles para “tirar de los hilos que controlan la mente de la población“.[ing]

La inteligente bolsa de trucos lingüísticos desplegada por el cártel médico incluye la siembra de términos evocadores como “vacilación ante la vacuna” y “confinamientos” (que es terminología usada en las prisiones) en el discurso popular y científico, forjando nuevas y resbaladizas definiciones de palabras con significados anteriormente fijos (como por ejemplo “pandemia“, “inmunidad de grupo” y “vacuna“), y dando vueltas a los productos fallidos dándoles el giro positivo de “refuerzos“.

Ominosamente, las agresiones verbales de la medicina y la salud pública fomentan la vergüenza o la violencia contra quienes hacen preguntas, al tiempo que sostienen la falsa pretensión de que los mandatos de las vacunas son compatibles con la libertad.

En este universo del revés que es extremadamente hostil, incluso las personas que han resultado dañadas por las vacunas son atacadas como “antivacunas” o como mentirosos en lugar de ser reconocidos como ex-vacunados que asumieron riesgos que acabaron por causarles un cambio de vida.

“Al igual que otros factores de estrés”

Uno de los ejemplos recientes más insultantes de armamento lingüístico tiene que ver con un dudoso término psiquiátrico, “trastorno neurológico funcional” (“functional neurological disorder”, FND por sus siglas en inglés), que de repente se anuncia como una explicación del tsunami de eventos adversos – especialmente reacciones neurológicas graves – que se están notificando en todo el mundo tras la vacunación contra la COVID.

Los psiquiatras definen convenientemente el FND -al que también se refieren como un trastorno “psicógeno” (originado en la mente) o “de conversión“- como síntomas “reales” del sistema nervioso que “causan una angustia significativa o problemas de funcionamiento”, pero que son “incompatibles con” o “no pueden ser explicados por” enfermedades neurológicas reconocidas u otras condiciones médicas.

Para que el público no se lleve una “impresión simplista de los posibles vínculos entre la [COVID] vacuna y síntomas neurológicos importantes”, los neurólogos que impulsan la historia de la FND se han apresurado a asegurar que el “desarrollo cercano de los síntomas motores funcionales después de la vacuna no implica que la vacuna sea la causa de esos síntomas”.

Una de estas personas es el neurólogo Alberto Espay, financiado por los Institutos Nacionales de la Salud, que añade de forma inverosímil que la vacunación COVID (que conlleva la inyección de sustancias y tecnologías de alto riesgo) no es más que “un factor estresante o precipitante, como cualquier otro factor estresante… como un accidente de tráfico o la privación del sueño.”

Los funcionarios y los medios de comunicación se atreven a utilizar la narrativa del FND en ambos lados del charco, como lo demuestra un reciente artículo del “Daily Mail” El titular decía: “Los vídeos de personas “luchando por caminar” después de ponerse la vacuna COVID NO son el resultado del pinchazo en sí, sino una condición desencadenada por el estrés o el trauma”.

Ayudando a darle la vuelta, un miembro del Comité Conjunto de Vacunación e Inmunización del Reino Unido se mostró muy directo atribuyendo este “estrés” a la coacción, declarando: “Si la gente empieza a sentir que se le obliga a hacer algo en contra de su voluntad, en cierto sentido es algo bastante perjudicial, porque da la impresión de que la vacunación es algo que se le impone”.

Insistiendo aún más en que “no hay nada que ver aquí”, el médico del Kings College de Londres, Matthew Butler, coincide solemnemente (y sin pruebas) en que el FND -aunque es “grave y debilitante”- “no implica a ningún componente de la vacuna y no debería obstaculizar los esfuerzos de vacunación en curso”.

Butler es el autor principal de un artículo de mayo de 2020 que propone que la “atención anormal centrada en el cuerpo” de los pacientes con FND sea tratada con psicodélicos como el LSD y la psilocibina, sin tener en cuenta que los propios psicodélicos, admiten Butler y sus coautores, “a veces producen efectos físicos y motores anormales”, incluyendo convulsiones.

Un juego demasiado conocido

A las anteriores víctimas de lesiones por vacunas, les resulta demasiado familiar el juego de manos de “todo está en tu mente” que se invoca para desestimar las lesiones por vacunas COVID.

Pensemos en el autismo, del que los psiquiatras culpaban, en sus inicios, a las “madres como refrigeradores” por ser emocionalmente distantes.

En las últimas décadas, las familias afectadas por el autismo han sufrido el doble golpe de la indiferencia reguladora ante los probables culpables (incluyendo no sólo las vacunas neurotóxicas sino también otros probables desencadenantes ambientales) junto con la negación descarada de la creciente prevalencia del autismo.

Jóvenes dañados por las vacunas del virus del papiloma humano (VPH) cuentan historias similares de “negación y desestimación de los daños y muertes notificados”. Los investigadores que en 2017 revisaron los eventos adversos graves notificados durante dos de los mayores ensayos clínicos de la vacuna contra el VPH señalaron que “Prácticamente, ninguno de los acontecimientos adversos graves que se produjeron en cualquiera de los brazos de ambos estudios se consideraron [by the manufacturers] que habían estado relacionados con la vacuna”.

Ante síntomas graves como dolor en el pecho similar a un ataque cardíaco, entumecimiento e hinchazón de las extremidades, pérdida de cabello, dolores en todo el cuerpo y fatiga extrema, los chicos y chicas perjudicados por las vacunas contra el VPH han sido sometidos repetidamente a la “luz de gas” médica: se les ha dicho que están “locos” y que sólo tienen que “relajarse”.

En un incidente ocurrido en Australia, después de que “26 niñas se presentaran en la enfermería de la escuela con síntomas como mareos, síncopes [desmayos] [fainting]y molestias neurológicas” en un plazo de dos horas dspués de recibir vacunas contra el VPH en la escuela, los investigadores financiados por la industria farmacéutica tuvieron el descaro de desestimar la señal de seguridad y caracterizar el episodio como un “evento psicógeno masivo”, que definieron como “la aparición colectiva de una constelación de síntomas que sugieren una enfermedad orgánica pero sin una causa identificada en un grupo de personas con creencias compartidas sobre la causa.”

Reconocer, cuestionar y reclamar

El cártel médico-sanitario-farmacéutico, el “pequeño cabal de países ricos, empresas e individuos” que la apoyan, y sus portavoces en los medios de comunicación confían plenamente en su capacidad para manejar las percepciones del público a través de las palabras y las narraciones, ya sea con el fin de “confundir a “la población sobre acontecimientos clave,asegurando la aceptación de políticas opresivas o sembrando la discordia para dividir y vencer. (Como también nos recuerdan los periodistas Caitlin Johnstone y Glenn Greenwald, muchas personalidades de los medios de comunicación son veteranos o miembros activos de las agencias de inteligencia, y el “único propietario del “Washington Post”es un trabajador de la CIA“).

Por ello, vale la pena estar atento a la forma en que las autoridades sanitarias utilizan el lenguaje, ya que “cuanto más se sabe del lenguaje, más inmune se vuelve uno a sus efectos”.

Más allá de notar la manipulación, también debemos dejar de ceder el terreno lingüístico a nuestros posibles manipuladores, por ejemplo, evitando el vocabulario que se ha convertido en arma, como el término peyorativo “vacilación ante la vacuna”.

La periodista católica Jane Stannus señala que el término “vacilante ante la vacuna” retrata a quienes rechazan las vacunas COVID (u otras) como “‘atrapados por miedos irracionales’ en un estado de inacción o ignorantemente opuestos a la ciencia”, con la fuerte sugerencia “de que tales personas retrógradas y de mente débil son dignas de desprecio, especialmente comparadas con las personas ilustradas y seguras de sí mismas que se apuntaron a la vacuna inmediatamente.”

El desafortunado corolario de ese lenguaje es la “caza de brujas contra los no vacunados” que ya estamos presenciando, “un acto de violencia contra el tejido social”, dice Stannus, que es “un mal mayor… que el sufrimiento compartido de la enfermedad.”

Somos capaces de ver más allá de estas argucias y necesitamos hacerlo urgentemente para reclamar nuestra humanidad.

Los acontecimientos actuales demuestran que los que han rechazado las inyecciones de COVID son los más sabios, y la ciencia les da la razón en casi todos los aspectos.

Ya sea que consideremos los muchos peligros que se sospecha tienen los productos lanzados al público hace menos de un año, o las lesiones y muertes que se producen en una escala nunca antes vista (incluso en adolescentes que tenían toda su vida por delante), o la clara superioridad de la inmunidad natural, o el hecho de que las inyecciones ni siquiera hacen la única cosa que los ensayos clínicos alegaban que podían hacer (es decir, mantener a raya las enfermedades más graves), está claro que los ciudadanos que prefieren pensar por sí mismos antes que tragarse las mentiras prefabricadas son los que van a salir ganando.