Los medios de comunicación y los responsables de la sanidad pública perpetuaron su arraigada práctica de ridiculizar y hacer sentir incapaces a las familias con autismo cuando, a principios de este mes, sacaron a relucir la gastada patraña de que el aumento del 23% en la prevalencia del autismo en un periodo de dos años “refleja una mayor concienciación… más que un verdadero aumento”.

La base de esta mezquina patraña fue la publicación por parte de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (“Centers for Disease Control and Prevention”, CDC por sus siglas en inglés) de su informe bienal sobre la prevalencia del autismo en 2018.

El informe estimó que el autismo afectaba a 1 de cada 44 niños estadounidenses de 8 años nacidos en 2010 (2,27%). El informe anterior de los CDC estimaba la prevalencia en 1 de cada 54 niños de 8 años nacidos en 2008 (1,85%).

Utilizando una metodología diferente, la Encuesta Nacional de Salud Infantil 2019-2020 situó la prevalencia del autismo en niños de 3 a 17 años en 1 de cada 34 (2,9%).

A pesar de los medios de comunicación, el nuevo informe de los CDC no puede ocultar el hecho de que las tasas de autismo no han dejado de aumentar, y la tendencia ha persistido durante décadas.

Así lo reconoce el autor del informe en Nueva Jersey, el investigador Walter Zahorodny, quien afirma que la prevalencia del autismo en EE.UU. -lejos de estancarse- “ha aumentado continuamente durante 20 años.”

Zahorodny, que hace años calificó la situación de “urgente”, ha rechazado sistemáticamente como explicaciones el “mejor conocimiento” o los “cambios en los criterios de diagnóstico”.

Veinte años (el periodo de tiempo durante el cual los CDC han tenido su sistema de seguimiento en funcionamiento) es en sí mismo una gran subestimación: la prevalencia del autismo en la década de 1990 (1 de cada 1.000) ya representaba un aumento de diez veces sobre la prevalencia estimada de la condición en la década de 1970.

Al saludar los nuevos datos con un guiño y un bostezo, los medios de comunicación también ignoraron el hecho de que algunos subgrupos y regiones están experimentando una situación de “alerta roja” aún mayor.

Zahorodny llamó la atención, por ejemplo, sobre la constatación de que la prevalencia del autismo en los niños de California es de una proporción “sin precedentes” de 1 de cada 16 (6,4%), casi el doble de la terrible tasa de 1 de cada 28 niños en general (3,6%).

El “Estado Dorado” tiene ahora la dudosa distinción de tener la tasa de autismo más alta del país.

Además, las proyecciones recientes de los investigadores del autismo, Mark Blaxill, Toby Rogers y Cynthia Nevison, sugieren que, si se mantienen las tendencias actuales, la tasa de autismo podría superar el 6% para TODOS los niños estadounidenses dentro de unos años.

Aunque hay un gran número de toxinas ambientales que dañan el desarrollo neurológico de los niños, una gran cantidad de información procedente de fuentes nacionales e internacionales señala a las vacunas como el factor impulsor de la epidemia de autismo.

Esta información incluye los propios datos del CDC – a pesar de los numerosos intentos fraudulentos de la agencia para hacer “desaparecer” años de hallazgos problemáticos.

Trágicamente, la negativa oficial a reconocer o abordar las señales de seguridad que relacionan las vacunas con el autismo ya no es sólo una bofetada en la cara de los directamente afectados – ahora está afectando a la población estadounidense en su conjunto.

¿Por qué? Porque los CDC y las Grandes Farmacéuticas, “Big Pharma“, están utilizando el mismo libro de jugadas para desprestigiar y hacer sentirse incapaces a las víctimas de las lesiones causadas por la vacuna COVID.

Trucos del procedimiento ómnibus sobre el autismo: un recordatorio

A principios de la década de 2000 -cuando la prevalencia del autismo había aumentado hasta una cifra estimada de 1 de cada 150 niños- el Programa Nacional de Indemnización por Daños Causados por las Vacunas (“National Vaccine Injury Compensation Program”, VICP por sus siglas en inglés) consolidó 5.400 reclamaciones en algo llamado Procedimiento Ómnibus de Autismo (“Omnibus Autism Proceeding”, OAP por sus siglas en inglés).

Las demandas fueron presentadas por padres que afirmaban que las vacunas habían perjudicado a sus hijos, causándoles convulsiones, retrasos en el desarrollo y lesiones mitocondriales que, en última instancia, condujeron a un diagnóstico de autismo.

En virtud del VICP, las personas lesionadas por las vacunas presentan reclamaciones contra el secretario del Departamento de Salud y Servicios Humanos (“Department of Health and Human Services”, HHS por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos en la “Office of Special Masters” (Oficina de Maestros Especiales) del Tribunal de Reclamaciones Federales de los Estados Unidos.

El proceso contradictorio enfrenta a los peticionarios no sólo con los “Special Masters” (Maestros especiales) que resuelven las reclamaciones, sino también con los abogados del Departamento de Justicia (“Department of Justice”, DOJ por sus siglas en inglés) que “defienden al HHS“.

En el caso de la OAP, los jueces especiales dijeron a miles de familias que tomarían una decisión sobre la indemnización basándose en nueve “casos de prueba” -casi inmediatamente reducidos a seis-, utilizándolos para evaluar tres teorías estrechamente definidas de la causalidad del autismo a través del daño por la vacuna.

Sabiendo que si sus conclusiones señalaban a la vacunación como la probable culpable de uno solo de los casos de prueba, el VICP podría verse obligado a indemnizar a las 5.400 familias, un resultado que habría llevado a la quiebra al VICP y arrojado una nube negra sobre todo el programa de vacunación infantil– los “Special Masters” (Maestros especiales) y el DOJ entonces sacaron un par de decisiones rápidas.

En primer lugar, el HHS retiró discretamente uno de los casos de prueba, “Child Doe 77”, que posteriormente se reveló que era Hannah Poling.

Después de conceder millones que se desembolsarán a lo largo de la vida de Poling -y de admitir que las vacunas fueron las responsables de su autismo-, los jueces especiales sellaron los documentos, por lo que el caso “no podría utilizarse para establecer un precedente en ninguno de los otros casos de OAP”.

En una maniobra paralela para asegurarse de que ninguno de los cinco casos de prueba restantes diera lugar a una indemnización, dos abogados del DOJ supuestamente distorsionaron las opiniones del testigo experto estrella del HHS, el Dr. Andrew Zimmerman.

En ese momento, Zimmerman escribió una opinión para uno de los casos de prueba en la que rechazó la teoría de causalidad propuesta de la vacuna-autismo en ese caso específico.

En 2019, sin embargo, Zimmerman firmó una declaración jurada en la que revelaba cómo había informado a los dos abogados durante las deliberaciones de la OAP de que su opinión en ese único caso no pretendía “ser una declaración general en cuanto a todos los niños y toda la ciencia médica.”

De hecho, Zimmerman dijo a los abogados del Departamento de Justicia que creía que las vacunas podían causar autismo en algunos niños.

Como señaló la periodista Sharyl Attkisson, la consecuente opinión científica de Zimmerman “podría cambiar todo el debate sobre las vacunas y el autismo, si la gente se enterara”.

Para asegurarse de que la gente no se “enterara”, Zimmerman fue despedido inmediatamente como testigo experto.

Peor aún, los dos abogados del DOJ utilizaron intencionadamente las declaraciones de Zimmerman -escritas para el caso de la prueba única- para tergiversar sus puntos de vista más amplios, omitiendo la creencia declarada del experto de que las vacunas pueden causar y causaron autismo en un subconjunto de niños.

El presidente de “Children’s Health Defense”, Robert F. Kennedy Jr., describió el encubrimiento de la OAP por parte del Departamento de Justicia como “uno de los fraudes más importantes, posiblemente, de la historia de la humanidad.”

Este “fraude” permitió a los “Special Masters” del VICP desestimar de plano las peticiones de las más de 5.000 familias.

Lecciones para hoy

A finales de 2021, se prevé que los costes anuales del autismo -de 238.000 millones de dólares- se dupliquen con creces hasta alcanzar los 589.000 millones de dólares en 2030.

Los distritos escolares y los municipios, encargados de prestar servicios de educación especial, ya se están “ahogando”bajo la carga de conseguir la financiación necesaria.

Dadas las circunstancias, es un misterio por qué los medios de comunicación siguen saliendo al paso con el insultante argumento de que la concienciación sobre el autismo y un mejor diagnóstico explican el número cada vez mayor de niños con autismo.

El hecho es que el autismo es, y siempre ha sido, un asunto de urgente preocupación pública, con amplias repercusiones en las familias, las comunidades y la sociedad que perdurarán durante décadas.

La epidemia de autismo tampoco se limita a Estados Unidos: otros países, como Irlanda, han arrojado datos que reflejan las impactantes cifras que acaban de comunicar los CDC para California.

Con las inyecciones experimentales de COVID, que ahora están dejando un desafortunado rastro de muerte y discapacidad, tanto en EE. UU. como en el resto del mundo, muchas más personas y familias están entrando en la extraña zona de penumbra en la que hasta ahora vivían las familias con autismo.

Al igual que los que se ocupan del autismo, las personas dañadas por la vacuna COVID:

  • Encuentran difícil o imposible obtener el reconocimiento de sus lesiones, enfrentándose al ridículo y al desprecio de la población en lugar de apoyo a la afirmación empírica de que las vacunas desencadenaron sus daños.
  • Descubren que muchos miembros de la comunidad médica están muy dispuestos a ignorar o negar problemas físicos graves tras la vacunación contra la COVID, sugiriendo en cambio que la ansiedad o el oportunamente creado “trastorno de estrés pospandémico” son los responsables.
  • Descubren tardíamente que las lesiones causadas por las vacunas son una causa importante de quiebra familiar, a la vez que los fabricantes disfrutan de una completa protección de la responsabilidad financiera, por lo que las perspectivas de compensación por lesiones son escasas o nulas: el Programa de Compensación de Lesiones por Contramedidas que se supone que proporciona compensación por lesiones “demostrables” de la vacuna COVID no ha pagado ni una sola reclamación.
  • Con la reciente aprobación de las vacunas para niños de 5 a 11 años, los funcionarios de salud pública, los fabricantes de vacunas y los responsables políticos están muy dispuestos a “tirar a los niños debajo del autobús”, promoviendo inyecciones que no ofrecen ningún beneficio, plantean riesgos exagerados y ponen en peligro el futuro de nuestro país.

Ante estas tragedias, quizás el único resquicio de esperanza que se puede extraer es que las crecientes filas de los lesionados por las vacunas, junto con sus familias y comunidades, representan un poderoso ejército, que probablemente rechazará la continua difamación y desacreditación y se opondrá a la mala conducta de las empresas y a las medidas políticas sanitarias genocidas, y lo harán con creciente determinación y fuerza.

Si algún día surge un equivalente de la OAP para hacer frente a la oleada de lesiones relacionadas con la vacuna COVID, este ejército puede dificultar a las arrogantes autoridades la realización de sus habituales trucos sucios.