NOTA DEL EDITOR: A continuación aparece el prólogo del presidente de‘Children’s Health Defense’, Robert F. Kennedy Jr. para el libro“La verdad sobre el COVID-19 – Exponiendo el Gran Reseteo, los confinamientos, los pasaportes de vacunas y la nueva normalidad” (“The Truth About COVID-19 — Exposing the Great Reset, Lockdowns, Vaccine Passports, and the New Normal”). El libro, que se publicará próximamente, está escrito por el Dr. Joseph Mercola, médico y fundador de Mercola.com y Ronnie Cummins, fundador y director de la Asociación de Consumidores Ecológicos, puede reservarse aquí. El lanzamiento oficial del libro es el 29 de abril.

A los tecnócratas gubernamentales, los oligarcas multimillonarios, las grandes farmacéuticas, Big Pharma, los grandes archivos de datos, Big Data, los grandes medios de comunicación, Big Media, los barones ladrones de las altas finanzas y el aparato de inteligencia industrial militar les encantan las pandemias por las mismas razones por las que les encantan las guerras y los ataques terroristas.

Las crisis catastróficas crean oportunidades de conveniencia para aumentar tanto el poder como la riqueza. En su influyente libro, “La doctrina del shock: El auge del capitalismo de los desastres” (“The Shock Doctrine:The Rise of Disaster Capitalism”), Naomi Klein hace una crónica de cómo los demagogos autoritarios, las grandes corporaciones y los plutócratas ricos utilizan las alteraciones masivas para desplazar la riqueza hacia arriba, borrar las clases medias, abolir los derechos civiles, privatizar los bienes comunes y ampliar los controles autoritarios.

El ex jefe de gabinete de la Casa Blanca, Rahm Emmanuel , es conocido por su advertencia de que las estructuras de poder creadas “nunca deben dejar que una crisis grave se desperdicie”. Pero esta trillada estrategia -utilizar la crisis para inflamar el terror público lo cual allana el camino hacia el poder dictatorial- ha servido como estrategia central de los sistemas totalitarios durante milenios.

La metodología es, de hecho, formulista, como explicó el comandante de la Luftwaffe de Hitler, Hermann Göring, durante los juicios por crímenes de guerra nazis en Núremberg:

“Siempre es sencillo arrastrar al pueblo, ya sea en una democracia, en una dictadura fascista, en un parlamento o en una dictadura comunista.

“Con voz o sin ella, el pueblo siempre puede ser llevado a seguir los llamados de los dirigentes. Eso es fácil. Basta con decirles que están siendo atacados, y denunciar a los pacifistas por falta de patriotismo y por exponer al país a un peligro mayor. Funciona igual en cualquier país”.

Los nazis señalaron las amenazas de los judíos y los gitanos para justificar el autoritarismo homicida en el Tercer Reich. El demagogo dictatorial, el senador Joseph McCarthy, y el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes advirtieron de la infiltración comunista en el Departamento de Estado y la industria cinematográfica de Estados Unidos para conseguir que parecieran racionales los juramentos de lealtad y la lista negra.

Dick Cheney utilizó el atentado del 911 para lanzar su “larga guerra” contra el terrorismo amorfo y los recortes de la Ley Patriota que sentaron las bases del moderno estado de vigilancia.

Ahora el cártel médico y sus cómplices multimillonarios de las grandes compañías tecnológicas, Big Tech, han invocado al enemigo más potente, temible y duradero de todos: el microbio.

¿Y quién puede culparlos? El aumento de la riqueza y el poder de la oligarquía rara vez es un potente vehículo para el populismo. Es poco probable que ciudadanos acostumbrados a votar a sus gobiernos apoyen medidas políticas que hagan más ricos a los ricos, aumenten el control político y social que tienen las empresas, disminuyan la democracia y reduzcan sus derechos civiles.

Así que los demagogos deben convertir el miedo en un arma para justificar sus exigencias de obediencia ciega y ganar la aquiescencia pública para la demolición de los derechos civiles y económicos.

Por supuesto, la primera víctima debe ser siempre la libertad de expresión. Después de atizar el pánico suficiente contra el trasgo del día, los barones ladrones necesitan silenciar las protestas contra sus riquezas y su acaparamiento del poder.

Al incluir la libertad de expresión en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, James Madison argumentó que todas nuestras otras libertades dependen de este derecho. Cualquier gobierno que pueda ocultar sus jugarretas tiene licencia para cometer atrocidades.

En cuanto se apoderan de los resortes de la autoridad, los tiranos imponen una censura orwelliana y comienzan a cuestionar la validez de lo que dicen los disidentes. Pero, en última instancia, pretenden abolir toda forma de pensamiento creativo y de autoexpresión. Queman libros, destruyen el arte, matan a escritores, poetas e intelectuales, ilegalizan las reuniones y, en el peor de los casos, obligan a las minorías oprimidas a llevar mascarillas que atomizan cualquier sentido de comunidad o solidaridad e impiden la sutil y elocuente comunicación no verbal para la que Dios y la evolución han dotado a los humanos de 42 músculos faciales. Las teocracias más salvajes de Oriente Medio ordenan el uso de máscaras para las mujeres, cuyo estatus legal -no por casualidad- es el de propiedades.

La libre circulación de la información y la autoexpresión son el oxígeno y la luz del sol para la democracia representativa, que funciona mejor cuando las decisiones políticas se cuecen a fuego lento en el caldero del debate público. Es axiomático que sin libertad de expresión, la democracia se marchita.

Así, entre los monumentos más emblemáticos y venerados de la democracia se encuentran el Ágora ateniense y el Speakers’ Corner (Rincón del orador) de Hyde Park. No podemos evitar sentirnos entusiasmados con nuestro noble experimento de autogobierno cuando presenciamos los bulliciosos e irreverentes debates de la Cámara de los Comunes, o cuando vemos la escena del filibusterismo de Jimmy Stewart en “Mr. Smith Goes To Washington”, un homenaje imperecedero al vínculo inseparable entre el debate y la democracia.

Para consolidar y fortificar su poder, las dictaduras pretenden sustituir los ingredientes vitales del autogobierno -el debate, la autoexpresión, la disidencia y el escepticismo- por rígidas ortodoxias autoritarias que funcionan como sustitutos seculares de la religión. Estas ortodoxias actúan para abolir el pensamiento crítico y regimentar a las poblaciones en una obediencia ciega e incuestionable a autoridades que no la merecen.

En lugar de citar estudios científicos para justificar los mandatos de mascarillas, confinamientos y vacunas, nuestros gobernantes médicos citan a la OMS, los CDC, la FDA y los NIH, agencias cautivas que son serviles títeres de las industrias que regulan. Múltiples investigaciones federales e internacionales han documentado los enredos financieros con las empresas farmacéuticas que han convertido a estos reguladores en cloacas de corrupción.

La iatrarquía -que significa gobierno por parte de los médicos- es un término poco conocido, quizá porque los experimentos históricos con ella han sido catastróficos. La profesión médica no ha demostrado ser una enérgica defensora de las instituciones democráticas ni de los derechos civiles. Prácticamente todos los médicos de Alemania asumieron un papel de liderazgo en el proyecto del Tercer Reich para eliminar a los deficientes mentales, los homosexuales, los ciudadanos discapacitados y los judíos.

Tantos centenares de médicos alemanes participaron en las peores atrocidades de Hitler -incluyendo la gestión de los asesinatos en masa y los experimentos incalificables en los campos de exterminio- que los aliados tuvieron que organizar “juicios médicos” por separado en Núremberg. Ni un solo médico o asociación médica alemana prominente levantó su voz en oposición a estos proyectos.

Así que no supone una sorpresa que, en lugar de exigir una ciencia de seguridad de primera categoría y de fomentar un debate honesto, abierto y responsable sobre la ciencia, los funcionarios de salud del gobierno, gravemente comprometidos y recién empoderados, encargados de gestionar la respuesta a la pandemiade COVID-19 colaborasen con los medios de comunicación convencionales y sociales para acallar el debate sobre cuestiones clave de salud pública y derechos civiles.

Silenciaron y excomulgaron a herejes como el Dr. Mercola, que se negó a hacer una genuflexión ante la industria farmacéutica y a tratar la fe incuestionable en vacunas experimentales de responsabilidad cero y mal probadas como un deber religioso.

La rúbrica de “consenso científico” de nuestra actual iatrarquía es la repetición contemporánea de la Inquisición española. Es un dogma fabricado por este elenco corrupto de tecnócratas médicos y sus colaboradores mediáticos para legitimar sus pretensiones de nuevos y peligrosos poderes.

Los sumos sacerdotes de la Inquisición moderna son los parlanchines de las cadenas de televisión y de las noticias por cable que pertenecen a las grandes farmacéuticas, Big Pharma, que predican la rígida obediencia a los dictados oficiales, incluyendo los confinamientos, el distanciamiento social y la rectitud moral de ponerse mascarillas a pesar de la ausencia de ciencia revisada por pares que demuestre de forma convincente que las mascarillas previenen la transmisión del COVID-19. La necesidad de este tipo de pruebas es arbitraria.

Nos aconsejan, en cambio, “confiar en los expertos”. Estos consejos son antidemocráticos y anticientíficos. La ciencia es dinámica. Los “expertos” suelen discrepar en cuestiones científicas y sus opiniones pueden variar en función de las exigencias de la política, el poder y el interés financiero. Casi todos los juicios que he llevado enfrentaban a expertos con grandes credenciales de bandos opuestos, y todos ellos juraban bajo juramento posiciones diametralmente antitéticas basadas en el mismo conjunto de hechos. La ciencia es un desacuerdo; la noción de consenso científico es un oxímoron.

La intención moderna del estado totalitario es la cleptocracia corporativa, una construcción que sustituye el proceso democrático por los edictos arbitrarios de tecnócratas no elegidos. Invariablemente, sus decretos dotan a las corporaciones multinacionales de un poder extraordinario para convertir en ganancias económicas y controlar las partes más íntimas de nuestras vidas, enriquecer a los multimillonarios, empobrecer a las masas y gestionar la disidencia con una vigilancia implacable y un entrenamiento en la obediencia.

En 2020, dirigido por Bill Gates, Silicon Valley aplaudió desde la barrera el modo en el que poderosos charlatanes médicos – aplicando las proyecciones más pesimistas basadas en modelos desacreditados y en fácilmente manipulables pruebas de PCR, y un menú de nuevos protocolos para los forenses, medidas que parecían destinadas a inflar los informes de las muertes por COVID-19 – avivaron el pánico pandémico y confinaron a la población mundial bajo arresto domiciliario.

La suspensión del debido proceso, y de la notificación y comentario, significó que ninguno de los prelados del gobierno que ordenó la cuarentena tuvo que calcular públicamente si destruir la economía mundial, interrumpir los suministros de alimentos y medicinas, y arrojar a mil millones de seres humanos a una situación extrema de pobreza e inseguridad alimentaria mataría a más personas de las que salvaría.

En Estados Unidos, su cuarentena destrozó, como era de esperar, el otrora floreciente motor económico de la nación, dejando sin trabajo a 58 millones de estadounidenses y llevando a la quiebra permanente a más de 100.000 pequeñas empresas, entre ellas 41.000 de propiedad de negros, algunas de las cuales habían necesitado tres generaciones de inversión para construirse.

Estas políticas también han puesto en marcha el inevitable desmantelamiento de la red de seguridad social que alimentó la envidiada clase media estadounidense. Los funcionarios del gobierno ya han comenzado a liquidar los legados de 100 años del New Deal, la Nueva Frontera, la Gran Sociedad y el Obamacare para pagar las deudas acumuladas de la cuarentena. Despídete de los almuerzos escolares, la atención médica, WICS, Medicaid, Medicare, becas universitarias, etc., etc., etc.

Al mismo tiempo que destruía la clase media estadounidense y dejaba a un 8% más de estadounidenses por debajo del umbral de la pobreza, el “golpe COVID” de 2020 transfirió un billón de dólares de riqueza a las grandes empresas tecnológicas, los grandes archivos de datos, las grandes telecomunicaciones, las grandes finanzas, los gigantes de los medios de comunicación (Michael Bloomberg, Rupert Murdoch) y los titanes de Internet de Silicon Valley como Jeff Bezos, Bill Gates, Mark Zuckerberg, Sergey Brin, Larry Page y Jack Dorsey. No parece una coincidencia que estos hombres, que están sacando provecho de la pobreza y la miseria causadas por los confinamientos globales, sean los mismos cuyas empresacensuran activamente a los que son críticos con esas medidas políticas.

Las mismas empresas de Internet que nos engatusaron a todos con la promesa de democratizar las comunicaciones han creado un mundo en el que es inadmisible hablar mal de los pronunciamientos oficiales, y prácticamente un delito criticar los productos farmacéuticos. Los mismos barones de la tecnología, los datos y las telecomunicaciones, que ahora se atiborran de los cadáveres de nuestra clase media destruida, están transformando rápidamente la otrora orgullosa democracia estadounidense en un estado policial de censura y vigilancia del que se benefician a cada paso.

Por ejemplo, esta camarilla utilizó el confinamiento para acelerar la construcción de su red 5G de satélites, antenas, reconocimiento facial biométrico e infraestructura de “rastreo y localización” que ellos, y sus socios del gobierno y de las agencias de inteligencia, utilizarán para minar y monetizar nuestros datos de forma gratuita, obligar a la obediencia a los dictados arbitrarios y suprimir la disidencia.

Su colaboración entre el gobierno y la industria utilizará este sistema para gestionar la rabia cuando los estadounidenses finalmente despierten al hecho de que esta banda de forajidos ha robado nuestra democracia, nuestros derechos civiles, nuestro país y nuestra forma de vida – mientras nos acurrucamos en el miedo orquestado de una enfermedad similar a la gripe.

Como era de esperar, nuestras otras garantías constitucionales se unieron a la fila detrás de la libertad de expresión en dirección al patíbulo. La imposición de la censura ha enmascarado esta demolición sistemática de nuestra Constitución, incluyendo los ataques a nuestras libertades de reunión (a través del distanciamiento social y las normas de confinamiento), a la libertad de culto (incluyendo la abolición de las exenciones religiosas y el cierre de las iglesias, mientras que las tiendas de licores permanecen abiertas como “servicio esencial”), a la propiedad privada (el derecho a operar un negocio), al debido proceso (incluyendo la imposición de restricciones de gran alcance contra la libertad de movimiento, educación y asociación sin la elaboración de normas, audiencias públicas o declaraciones de impacto económico y ambiental), al derecho dela 7ª Enmienda a los juicios con jurado (en casos de lesiones por vacunas causadas por negligencia empresarial), nuestros derechos a la privacidad y contra los registros e incautaciones ilegales (seguimiento y localización sin orden judicial), y nuestro derecho a tener gobiernos que no nos espíen ni retengan nuestra información con fines malintencionados.

Silenciar la voz del Dr. Mercola, por supuesto, fue la primera prioridad de la camarilla médica. Durante décadas, el Dr. Mercola ha sido uno de los defensores más eficaces e influyentes del cuestionamiento del paradigma farmacéutico. Fue un crítico elocuente, carismático y conocedor de un sistema corrupto que ha convertido a los estadounidenses en el principal consumidor de medicamentos del mundo. Los estadounidenses pagan los precios más altos por los medicamentos y tienen los peores resultados sanitarios entre las 75 naciones más importantes.

Dejando a un lado los opiáceos -que matan a 50.000 estadounidenses al año-, los productos farmacéuticos son ahora la tercera causa de muerte entre los estadounidenses, después de los infartos y el cáncer. Como un profeta en el desierto, el Dr. Mercola ha defendido durante años que la buena salud no viene en una jeringa o en una píldora, sino de la construcción de sistemas inmunológicos fuertes. Predica que la nutrición y el ejercicio son las medicinas más eficaces, y que los funcionarios de salud pública deberían impulsar medidas políticas que desalienten la dependencia de los productos farmacéuticos y que salvaguarden nuestros suministros de alimentos frente a las grandes empresas alimentarias,‘Big Food’, químicas, ‘Big Chemical’ y agrícolas, ‘Big Ag’. Estas industrias depredadoras naturalmente consideran al Dr. Mercola como el enemigo público número 1.

El presupuesto publicitario anual de 9.600 millones de dólaresque tienen las grandes farmacéuticas, ‘Big Pharma’, proporciona a estas empresas sin escrúpulos el control de nuestros medios de comunicación y televisión. Los fuertes impulsos económicos (las empresas farmacéuticas son los mayores anunciantes de la red) han disuadido durante mucho tiempo a los principales medios de comunicación de criticar a los fabricantes de vacunas. En 2014, el presidente de una cadena, Roger Ailes, me dijo que despediría a cualquiera de sus presentadores de programas de noticias que me permitiera hablar sobre la seguridad de las vacunas en el aire. “Nuestra sección de noticias”, explicó, “obtiene hasta el 70% de los ingresos publicitarios de las farmacéuticas en años no electorales”.

Así, los productos farmacéuticos fueron tanto el predicado como el remate de la Cultura de Cancelación. Hace tiempo que los medios de comunicación prohibieron al Dr. Mercola paricipar en las ondas de radio y en los periódicos y convirtieron la Wikipedia -que funciona como boletín informativo y vehículo de propaganda de la industria farmacéutica- en un molino de difamaciones contra él y contra cualquier otro médico de salud integral y funcional.

Desde el inicio de COVID, los barones de los medios sociales -todos con sus propios vínculos financieros con la industria farmacéutica- se unieron a la campaña para silenciar a Mercola expulsándolo de sus plataformas.

Es un mal augurio para la democracia cuando los ciudadanos ya no pueden llevar a cabo debates civilizados e informados sobre medidas políticas críticas que afectan a la vitalidad de nuestra economía, a la salud pública, a las libertades personales y a los derechos constitucionales. La censura es violencia, y este amordazamiento sistemático del debate -que sus defensores justifican como una medida para frenar la peligrosa polarización- está en realidad alimentando la polarización y el extremismo que los autócratas utilizan para imponer controles cada vez más draconianos.

Podríamos recordar, en este extraño momento de nuestra historia, la advertencia del amigo de mi padre, Edward R. Murrow: “El derecho a disentir… es sin duda fundamental para la existencia de una sociedad democrática. Ese es el derecho que fue el primero en cada nación que tropezó en el camino hacia el totalitarismo”.