En la América de Joe Biden, intentar cancelar a Joe Rogan se dice que solamente es política antiterrorista.

Esto se debe a que nuestra clase dirigente -en nombre de la “defensa de la democracia”- clasifica a quienes cuestionan el régimen en cualquier asunto de importancia como una amenaza para la patria, y se compromete a perseguirlos en consecuencia.

Nuestras élites gobernantes han emprendido una guerra abierta contra el pensamiento erróneo disfrazada de misión antiterrorista doméstica desde al menos el 6 de enero de 2021.

Como parte de este esfuerzo, el Departamento de Seguridad Nacional (“Department of Homeland Security”, DHS por sus siglas en inglés) ha publicado recientemente un Boletín del Sistema Nacional de Asesoramiento sobre Terrorismo que resulta escalofriante.

Afirma que Estados Unidos se encuentra en un “entorno de amenaza intensificada alimentado por varios factores, incluido un entorno en línea lleno de narrativas falsas o engañosas y teorías de la conspiración, y otras formas de desinformación, información errónea y mala información“.

Entre los mayores contribuyentes al actual “entorno de amenazas”, según el boletín, se encuentra la “proliferación generalizada en línea de narrativas falsas o engañosas en relación con … el COVD-19“.

Parece que el gobierno de Biden considera que el enemigo público número uno en este asunto es Rogan, que es defensor de la ivermectina, bebedor de tequila, y apoya a Bernie Sanders.

Poco después de entrevistar a disidentes de la ortodoxia de COVID, entre ellos los doctores Peter McCullough y a Robert Malone, al que recientemente habían cerrado su cuenta, en su podcast, Rogan se encontró con una campaña de anulación ideada por músicos desastrosos, médicos no especializados y medios de comunicación corporativos cuyos índices de audiencia ha aplastado.

Pero no eran sólo estos grupos los que buscaban sangre.

Nada menos que el presidente de EE.UU., su secretario de prensa y su cirujano general contribuyeron a la yihad anti-Rogan, llamando a la guerra contra la “desinformación y la información errónea” sobre la COVID.

Este esfuerzo fue, por decirlo suavemente, poco sincero. Sabemos cuán en serio hay que tomarse las opiniones de la administración sobre la “desinformación y la información errónea” sobre la COVID porque, según sus propios criterios, la Casa Blanca, y sus portavoces de los medios de comunicación, han sido los más poderosos y prolíficos proveedores de “desinformación”.

La administración ha dado la vuelta a prácticamente todos los aspectos del coronavirus hasta llegar a las posiciones que sus adjuntos de las redes sociales habían utilizado para vetar a muchas personas. Lo hizo no porque “la ciencia” haya cambiado, sino porque la política ha cambiado.

La Casa Blanca de Biden dice que sus críticos son peligrosos, no para el público, sino para su gobierno, como si ese gobierno fuera algo equivalente a Estados Unidos o a la propia democracia, al igual que el Dr. Anthony Fauci es equivalente a la ciencia.

Como señala el boletín del DHS, el primer factor clave del “entorno de amenaza intensificada” es la “proliferación de narrativas falsas o engañosas, que siembran la discordia o socavan la confianza del público en las instituciones del gobierno de Estados Unidos”.

Es irrelevante lo que esas mismas instituciones gubernamentales hayan hecho para sembrar la discordia o socavar la confianza del público, como, por ejemplo, pedir que Twitter y Facebook censuren a la gente.

Son los críticos, los disidentes -los que no tienen el monopolio de la fuerza ni presupuestos multimillonarios- los que son el verdadero azote.

El boletín enumera como otra amenaza potencial “las narrativas falsas o engañosas en relación con el fraude electoral generalizado sin fundamento”, perpetuando la narrativa de la“insurrección” tan central en el esfuerzo por perseguir a los que piensan de forma errónea, mientras se elude que las propias medidas de erosión de la integridad electoral promovidas por los demócratas destruyeron la confianza en el sistema.

Los boletines anteriores de la era Biden se centraban igualmente en el COVID-19 y en la integridad de las elecciones, pero el último -en un nuevo giro- también afirma que los llamamientos a la violencia han estado vinculados a la ira por “la evacuación y el reasentamiento de ciudadanos afganos tras la retirada militar de Estados Unidos de Afganistán”.

Así que no se trata tan sólo de cuestionar los méritos de los mandatos de las vacunas las mascarillas, o el escepticismo sobre la seguridad de las elecciones masivas por correo, sino también por las dudas sobre la conveniencia de dejar caer en medio de tu ciudad a refugiados no verificados procedentes de un territorio dominado por el terror, algo que podría meterte en problemas con el estado de seguridad.

Este boletín de amenaza, al igual que sus no menos inquietantes predecesores, se desprende naturalmente de la primera Estrategia Nacional para Contrarrestar el Terrorismo Doméstico de la administración Biden.

Esa estrategia exige que se haga frente a quienes contribuyen a largo plazo al terrorismo doméstico, entre ellos:

“… mejorar la fe en el gobierno y hacer frente a la polarización extrema, alimentada por una crisis de desinformación y de información errónea … Trabajaremos para encontrar formas de contrarrestar la influencia y el impacto de las peligrosas teorías conspirativas que pueden proporcionar una puerta de entrada a la violencia terrorista”.

Vincular el discurso que no se ajusta a la ortodoxia del régimen con el terror, y utilizar ese pretexto para vigilar el pensamiento -con un “Ministerio de la Verdad” armado que opera desde nuestro sistema de seguridad nacional y de aplicación de la ley- es, por tanto, una medida política para “luchar contra el terrorismo”.

Calificar a los críticos de terroristas y amenazarles con el estado de seguridad más poderoso, omnipresente y sofisticado de la historia del mundo no se hace, por supuesto, con la intención de defender la democracia o proteger la verdad, sino con el propósito de intimidar a la oposición democrática para que guarde silencio y se someta a una narrativa oficial.

Evidentemente, el régimen cree que debe mantener un monopolio sobre la mente estadounidense para mantener un monopolio sobre el poder.

Joe Rogan amenazaba ese poder y, por tanto, constituía un peligro. La amenaza consistía en que suscitaba la expresión de opiniones de invitados que ponían en tela de juicio la credibilidad del régimen en todo tipo de cuestiones relacionadas con la COVID, y millones de personas lo escuchaban.

Trump y sus aliados igualmente amenazaban ese poder, y por lo tanto constituían un peligro. Se les persiguió -y se les sigue persiguiendo- como si fueran terroristas, ya que el Comité del 6 de enero de la Cámara de Representantes ejerce toda la fuerza del gobierno federal para investigarlos, vigilar sus comunicaciones y auditar sus negocios.

¿Por qué? Trump y sus aliados calificaron al régimen de fracaso, expusieron verdades innegables que resonaron en los estadounidenses para justificar esa opinión y apoyaron medidas políticas destinadas a rectificar dichos fracasos y que quitarían poder a las élites gobernantes.

Los más mansos y poco amenazantes de los acusados del 6 de enero se enfrentan ahora a juicios extremos e hiperpolíticos. Se les pone como ejemplo no porque hayan supuesto alguna vez una amenaza creíble para el poder del régimen, sino como una señal para los millones de estadounidenses pacíficos y patriotas que podrían amenazarlo, a través de su discurso colectivo, su activismo y su voto.

Lo mismo ocurre con los padres indignados por las medidas políticas anticientíficas y perjudiciales de COVID-19, y el adoctrinamiento excesivamente crítico de la teoría racial en las escuelas. El Departamento de Justicia amenazó con perseguirlos como si fueran yihadistas, no porque sean yihadistas, sino porque los padres que despiertan a entender el monopolio corrupto del régimen sobre la importantísima institución de la educación podrían romper ese monopolio y acabar con las carreras de los políticos que lo apoyan. Por lo tanto, deben ser refrenados.

La guerra contra el pensamiento erróneo no tiene que ver con la izquierda o la derecha. Se trata de quién gobierna: un pueblo soberano o las élites que se dignan a señorearnos.

La clase dirigente -los “defensores de la democracia”- ve a los ciudadanos de izquierda y derecha opuestos a su agenda y se niega a abordar sus preocupaciones de forma pacífica. Por el contrario, los califica de amenazas terroristas y los persigue utilizando todo el poder de los sectores público y privado afines.

La clase dirigente no teme a la desinformación ni a la información errónea. Teme a la verdad, especialmente a la verdad sobre su propia podredumbre, corrupción e incompetencia, que pone en duda su autoridad.

Esto nos deja con una pregunta: cuando todo el mundo, desde los presidentes poco ortodoxos hasta los podcasters curiosos y los padres cuidadosos, son considerados amenazas existenciales para el régimen, ¿qué fuerza tiene el régimen?

Publicado originalmente en Newsweek.